La primavera llega, repentinamente, como una sacudida, a veces en forma de viento, a menudo mostrándonos sol y cálidas tardes, por momentos lloviendo a cántaros , jarreando, con agua que nos llega sorpresivamente casi desde la nada.

Me llegó el cambio de estación, casi desde anteayer… la calidez del atardecer, la luz más cruda, que te transportan al extrarradio ó al campo, recordándote aquellos domingos a veces silenciosos e inapelables de bici en solitario.
Hay primaveras que sorprenden como tibio abrigo y otras como tintineo fresco, como las gotas dibujando círculos en los viejos charcos invernales. No hay ritual para la primavera, que llega siempre sin anunciarse y augura una larga carretera polvorienta que desembocará en ese verano que promete siempre largos días, intensidad, colorido, viajes, competición, calor asfixiante. Por eso, mejor maquillar el estío con bosques que oculten el camino polvoriento, ó con azules de mares inacabables en el horizonte que devuelvan la pureza, el frescor y la ambición.

Animarse a seguir construyendo, a veces salvando con trabajos denodados el malgastado invierno que pocas veces invita al sacrificio, a no ser que la inmediatez así nos lo aconseje.
Inmersos en la primavera necesitaremos tiempo para gozar de las sensaciones meditadas y olvidar la penuria de no saber contemplar el paso del tiempo; solo así creceremos.

Construyamos. Pero no solo carreteras, sino autopistas que recompensen nuestro desvelo y nos proporcionen los sueños largo tiempo albergados.