(…)

(VI)

Hace años, después de correr a casi dos mil metros de altura, en una concentración en Gredos, escribía lo siguiente: «empapado de soledad, cubierto de silencio, he visitado un paisaje casi lunar, rozando el cielo. Los caminos, allá arriba, eran un laberinto enmarañado que pretendía frustrar mi huída. He pensado que era un remero, dando paladas agónicas. No quiero permanecer inmutable, en un barco de utopías, esperando que la brisa me traslade a buen puerto. Eso no sucederá: es hora de remar».

(VII)

La soledad del corredor de fondo, pero… ¿qué es en realidad? lo he debatido en tertulias apasionadas, al filo de la madrugada, ó en entrenamientos cadenciosos. Me gusta recordar lo que escribí en cierta ocasión a mi amigo X, cuando él marchaba a una larga concentración preolímpica a orillas del Mediterráneo, allí le sobraría tiempo para descansar y meditar. «Correr largo es navegar a la deriva»- decía entonces- «Pienso que mi soledad se traduce en ser un barco abandonado a su suerte, en el epílogo de una batalla. Cruzar los campos, acariciándolos, perderse entre agua, empapado de lluvia generosa, secándose después al viento, cabalgar interminablemente…no ver a nadie, morir a cada paso, abrazado a los susurros del viento. Zozobrar, en suma, en océanos de olvido».

(VIII)

Nuestros allegados no lo entienden: esfuerzo, sudor, dolor, a cambio de nada material; rostros chupados, a veces atormentados por el entrenamiento. Los fondistas estamos enamorados de nuestras pruebas; el triatleta sueña con el Ironman, el cicloturista con los puertos alpinos y el maratoniano con la maraton; de hecho los corredores de los 42 kms. la denominan así, en femenino,  ¿por qué no denominarla el maratón? como si de un sacerdocio se tratara, el maratoniano hace voto de fidelidad a esta distancia austera. Su amor, no siempre correspondido, es como el que se profesa a una dama esquiva, que te traiciona en cualquier descuido; aún así, el corredor se abandona  en sus brazos circunstanciales, perversamente amorosos.

(IX)

Amanece. Amparándonos, solo la luz tímida de la mañana.Nos preparamos, ceremoniosos, para un «largo». En la meseta nos espera el sol temprano, el polvo y el viento, también campos rojos incendiados de amapolas, ó prematuramente agostados en la primavera.Oteo el horizonte y me imagino en las montañas lejanas a las que en unas horas llegaré; pienso que ya queda menos para la prueba, largamente preparada y tres palabras se repiten, como un mantra, en mi mente: Aguanta, Resiste, Cronifica.

(X)

Pensaba en las canas que afloran, aún extrañas, en mi cabello. Hay quien dice que el torpe paso del tiempo nos roba el impulso; pese a todo, y recordando los veinte años, no envidio mi pasado, inconcluso y deslavazado.Madurar es un ejercicio muy difícil, sometido a cientos de tormentos.

La clara y sutil certidumbre, el esfuerzo de asumir el irremisible paso de los días, los años, que te van apartando de la gracia física, culmina en el solaz, en el compromiso con la propia vida, liberado de tabús, viviendo el presente con intensidad. Como ahora. Sintiendo la benevolencia de este crespúsculo casi otoñal,percibiendo con la intensidad imposible para el adolescente la tibieza de esta tarde. Tal vez en esto resida mi felicidad.

(…)